Ambrose Bierce
(Meigs County, Ohio, 1842 - Chihuahua, México, 1914)


El hipnotizador (1893)
(“The Hypnotist”)
[The Parenticide Club, IV]
[El clan de los parricidas, IV]

Originalmente publicado, como “John Bolger, Hypnotist”, en The San Francisco Examiner
(10 de septiembre de 1893);
The Collected Works of Ambrose Bierce, vol. viii
(New York & Washington: The Neale Publishing Company, 1911, pp. 177-186)



      Algunos amigos, conocedores de mi afición a fenómenos como el hipnotismo y, en general, a las lecturas que tratan sobre los poderes de la mente, me preguntan con frecuencia si tengo una idea clara de cuáles son sus fundamentos. Siempre les respondo que ni la tengo, ni deseo tenerla, pues no soy de esas personas que, por simple curiosidad, pegan el oído a la puerta del laboratorio de la naturaleza. Los intereses de la ciencia me importan tan poco como a ella los míos.
       Sin duda dichos fenómenos son bastante simples y, si somos capaces de interpretar sus huellas, nunca escaparán a nuestra capacidad de comprensión. Por lo que a mí respecta, prefiero no hacer tal cosa, pues, dado mi carácter especialmente romántico, encuentro mayor satisfacción en el misterio que en el conocimiento. Cuando era niño, debido a mis frecuentes momentos de abstracción y a la indiferencia que mostraba hacia lo que ocurría a mi alrededor, la gente decía que mis grandes ojos azules, extraordinariamente bellos, daban la impresión de indagar en mi interior en vez de mirar hacia fuera. Creo que en eso se parecían al alma que hay tras ellos, siempre más atenta a alguna atractiva idea creada por su imaginación que a las leyes naturales y al aspecto material de las cosas. Todo esto, aunque parezca irrelevante y egoísta, sirve para explicar mi escasa habilidad a la hora de dilucidar un tema que siempre me ha llamado la atención y en torno al cual existe una honda curiosidad general. Cualquier otra persona con mis poderes y oportunidades podría sin duda explicar gran parte de los hechos que yo me limitaré a exponer a modo de narración.
       La primera vez que fui consciente de mis extraños poderes fue a los catorce años, en el colegio. Me había olvidado el bocadillo en casa y contemplaba con hambre el que una niña se iba a comer. La cría levantó los ojos y nuestras miradas se encontraron: parecía anulada e incapaz de apartar la vista. Tras un momento de indecisión, se acercó y me cedió su bolsa, que estaba llena de manjares tentadores. Luego, se marchó. Enormemente complacido, maté el hambre y al terminar destruí la bolsa. Desde aquel momento no volví a preocuparme del almuerzo, pues aquella niña pasó a ser mi proveedora habitual. Con frecuencia provecho y gozo se combinaban: mientras apuraba el frugal sustento, la hacía asistir al banquete con ilusorios ofrecimientos de unas viandas que al final sólo yo consumía. Ella estaba convencida de que se lo comía todo, pero horas más tarde, sus lastimosos quejidos hambrientos sorprendían al profesor, divertían a la clase (que la llamaba «Barriga comilona»), y a mí me producían una placidez difícil de comprender.
       Lo más desagradable era la necesaria discreción con que teníamos que hacer el traspaso de la comida lejos del mundanal ruido, por ejemplo en el bosque. Me produce rubor recordar los muchos otros subterfugios a los que tuve que recurrir. Dado mi carácter franco y abierto, tales tretas me resultaban cada vez más violentas y, si mis padres no se hubieran empeñado en aprovecharse de las ventajas del nuevo régime, de buena gana habría vuelto al antiguo. El plan que finalmente ideé para liberarme de las consecuencias de mis poderes provocó un gran interés en aquella época; sólo la parte referente a la muerte de la chica motivó la más severa condena. Pero no la voy a contar porque apenas tiene relación con mi relato.
       Durante los años siguientes tuve pocas ocasiones de practicar el hipnotismo. Los pequeños ensayos que realizaba casi siempre eran recompensados con un encierro a pan y agua. En otras ocasiones lo único que conseguí fueron unos cuantos zurriagazos. Pero cuando ya estaba a punto de acabar con estos pequeños desengaños, tuvo lugar mi hazaña más importante.
       Me habían llevado al despacho del alcaide para darme ropa de paisano, una ridícula cantidad de dinero y un montón de consejos que, tengo que decirlo, eran de mejor calidad que la ropa. Cuando por fin salía por la puerta, camino de mi libertad, me di la vuelta y clavé la mirada en los ojos del alcaide. En un instante lo tuve bajo mi control.
       —Eres un avestruz —le dije.
       Cuando le practicaron la autopsia encontraron en su estómago varios objetos de madera y metal, difícilmente digeribles. Atascado en el esófago apareció lo que, según el forense, había sido la causa inmediata de la muerte: un picaporte.
       Por naturaleza, yo era un hijo bueno y cariñoso, pero cuando regresé al mundo del que me habían apartado durante tanto tiempo recordé que mis tacaños padres habían sido los responsables, desde el asunto de los almuerzos en el colegio, de todas las desgracias que me habían ocurrido. Y nada parecía indicar que se hubieran reformado.
       En el camino de Succostash Hill a South Asphyxia existe un pequeño solar en el que había una chabola conocida como «la covacha de Pete Gilstrap»; en ella dicho caballero se dedicaba a asesinar caminantes para ganarse la vida. La muerte del señor Gilstrap y el desvío de casi todo el tránsito hacia otro camino tuvieron lugar en tan breve espacio de tiempo que nadie sabe decir cuál fue la causa y cuál el efecto. De cualquier modo, el solar estaba desierto y la covacha había sido quemada hacía tiempo. Fue precisamente en aquel lugar, de camino a South Asphyxia, pueblo de mi niñez, donde me encontré con mis padres, que iban a Succostash Hill. Habían amarrado los caballos y estaban almorzando bajo un roble que había en el centro. La visión de la comida me trajo desagradables recuerdos escolares y despertó a la fiera que dormía en mi interior. Me acerqué a aquellos dos culpables, que enseguida me reconocieron, y les indiqué que quería compartir su hospitalidad.
       —De esta comida, hijo mío —dijo mi progenitor con la pomposidad que le caracterizaba, patente aún tras el paso de los años—, sólo hay para dos. No es que sea insensible al hambre que tus ojos reflejan, pero…
       No pudo terminar la frase. Lo que él llamaba el reflejo del hambre no era otra cosa que la mirada firme de un hipnotizador. En pocos segundos le tuve a mi merced. Cuando, tras unos pocos más, tuve lista a mi madre, me dispuse a efectuar lo que mi justo resentimiento me dictaba.
       —Ex padre —dije—, supongo que eres consciente de que tú y esta señora ya no sois lo que erais.
       —Sí, he observado un ligero cambio —fue la dudosa respuesta del anciano—. Debe de ser la edad.
       —Es más que eso —le expliqué—. Es algo que tiene que ver con el carácter, con la especie. En realidad tú y esta mujer sois dos broncos, dos caballos salvajes bastante brutos.
       —Pero John —exclamó mi madre—, no estarás diciendo que soy…
       —Señora —repliqué con mis ojos clavados en los suyos—, sí, así es.
       Apenas había acabado de decir esto, se puso a cuatro patas y, gritando como una posesa, reculó hacia el viejo al que lanzó una tremenda coz en la barbilla. En un segundo, mi padre adoptó la misma postura, se dirigió hacia ella y empezó a cocear con ambas piernas. Mi madre manejaba las suyas con la misma solemnidad aunque, debido a la ropa que llevaba, con menos soltura. Sus cruces y entrelazamientos en el aire eran de lo más asombroso: a veces sus pies chocaban de lleno a media altura, tras lo cual, sus cuerpos, proyectados hacia delante, se desplomaban y quedaban exhaustos. Una vez recuperados, volvían al ataque emitiendo en tono delirante unos irreconocibles sonidos, propios de las bestias que creían ser, que inundaban toda la región con su clamor. Dieron vueltas y vueltas mientras sus patadas caían «como rayos». Se encabritaban y retrocedían para golpear con ambos remos; después, caían sobre las manos que resultaban demasiado débiles para aguantar su peso. La hierba y los chinarros habían desaparecido bajo sus pies; su ropa, al igual que el pelo y el rostro, estaba llena de sangre. Al dar las coces soltaban salvajes gritos de rabia que se convertían en bufidos y gruñidos cuando las recibían. Nada había más parecido a Waterloo o Gettysburg que aquel campo de batalla. El valor que demostraron en todo momento siempre fue para mí un motivo de orgullo y satisfacción. Al final, sus rostros ensangrentados y deshechos testificaban que el responsable de la pelea había quedado huérfano.
       Me detuvieron por perturbar el orden público, y desde entonces siempre he sido juzgado por un Tribunal de Detalles Técnicos y Aplazamientos. Por ello, después de quince años, mi abogado está moviendo cielo y tierra para conseguir que mi caso sea transferido al Tribunal de Revisión de Nuevos Procesos.




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