Jorge
Luis Borges
(1899–1986)
Hombre de la esquina rosada
Historia universal de la
infamia (1936)
A
Enrique Amorim
A mi, tan luego, hablarme del
finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus barrios
porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la laguna
de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en
una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella
vino la Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó,
para no volver, el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida
esperiencia para reconocer ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador,
era de los que pisaban más fuerte por Villa Santa Rita. Mozo acreditao
para el cuchillo, era uno de los hombres de don Nicolás Paredes, que era
uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo más paquete al quilombo,
en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y los perros lo
respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba debiendo dos
muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena
grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le
copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró
la verdadera condicion de Rosendo.
Parece cuento, pero
la historia de esa noche rarísima empezó por un placero insolente de
ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba a los
barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de
ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el
del pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le
atravesaban al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése
era el Corralero de tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La
noche era una bendición de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota
volcada, como si la soledá juera un corso. Ese jue el primer sucedido de
tantos que hubo, pero recién después lo supimos. Los muchachos
estábamos dende tempraño en el salón de Julia, que era un galpón de
chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el Maldonado. Era un local que
usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a la redonda el farol
sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de humilde
color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban
músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la
Lujanera, que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se
murió, señor, y digo que hay años en que ni pienso en ella, pero había
que verla en sus días, con esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la
milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra de boca de Rosendo,
una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como una amistá:
la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy
seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su
voluntá con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos
volvía a encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en
un sueño, cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se
entreveraba con ella la de los guitarreros del coche, cada vez más
cercano. Después, la brisa que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a
atender a mi cuerpo y al de la companera y a las conversaciones del baile.
Al rato largo llamaron a la puerta con autoridá, un golpe y una voz. En
seguida un silencio general, una pechada poderosa a la puerta y el hombre
estaba adentro. El hombre era parecido a la voz.
Para nosotros no
era todavía Francisco Real, pero sí un tipo alto, fornido, trajeado
enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo, echada sobre el
hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja
de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé
la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso
que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a
durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me
hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado
detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible.
Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que
cualquiera de los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros
—puro italianaje mirón— se abrieron como abanico, apurados. La cosa
no duró. En el montón siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y
antes de sentir en el hombro la mano del forastero, se le durmió con un
planazo que tenía listo. Jue ver ése planazo y jue venírsele ya todos
al humo. El establecimiento tenía más de muchas varas de fondo, y lo
arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a pechadas, a silbidos y a
salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al ver que ni se
atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el fleco
inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como
reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del
fondo, en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo,
como si ya entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue
empujado hasta él, firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina
pifiadora detrás. Silbando, chicoteado, escupido, recién habló cuando
se enfrentó con Rosendo. Entonces lo miró y se despejo la cara con el
antebrazo y dijo estas cosas:
—Yo soy Francisco
Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el
Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano,
porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros
diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero ,
y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me
enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y
no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la
mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se
habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos,
en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín,
acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se
desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete
hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre
apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como
encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto.
Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era
limpio.
¿Qué le pasaba
mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba pisotiando a ese balaquero?
Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no sé si lo escupió o
si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas palabras, pero tan
despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo lo que dijo.
Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el más
muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y
se abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las
chinas, y se jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el
cuchillo desenvainado y se lo dió con estas palabras:
—Rosendo, creo
que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que miraba al
arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como si
no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo
derecho y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
—De asco no te
carneo —dijo el otro, y alzó, para castigarlo, la mano. Entonces la
Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo miró con
esos ojos y le dijo con ira:
—Dejalo a ése,
que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como para
siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a
los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un
incendio de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz,
ya pudiéndola. Llegaron a la puerta y grito:
—¡Vayan abriendo
cancha, señores, que la llevo dormida!
Dijo, y salieron
sien con sien, como en la marejada del tango, como si los perdiera el
tango.
Debí ponerme
colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna mujer y la planté de
golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y jui orillando la
paré hasta salir. Linda la noche, ¿para quien? A la vuelta del callejón
estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento, como
cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa
recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos
naides. Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un
charquito y me quedé un espacio mirándolo, como para no pensar en más
nada. Yo hubiera querido estar de una vez en el día siguiente, yo me
quería salir de esa noche. En eso, me pegaron un codazo que jue casi un
alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del barrio.
—Vos siempre has
de servir de estorbo, pendejo —me rezongó al pasar, no sé si para
desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del Maldonado; no lo
volví a ver más.
Me quedé mirando
esas cosas de toda la vida —cielo hasta decir basta, el arroyo que se
emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el callejón de tierra, los
hornos— y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas orillas, criado
entre las flores de sapo y las osamentas. ¿Que iba a salir de esa basura
sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y atropellada
no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao, más
obligación de ser guapo.
¿Basura? La
milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas, y traía olor a
madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de estrellas como
para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por sentir
que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo
y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una
mujer para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y
para muchas, pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa
seria. Sabe Dios qué lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo
mejor ya se estaban empleando los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a
volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno de
los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los
demás. Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La
música parecia dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte,
no decían esta boca es mía.
Yo esperaba algo,
pero no lo que sucedió.
Ajuera oimos una
mujer que lloraba y después la voz que ya conocíamos, pero serena, casi
demasiado serena, como si ya no juera de alguien, diciéndole:
—Entrá, m'hija
—y luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a desesperarse.
—¡Abrí te digo,
abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! —se abrió en eso la puerta
tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si viniera
arreándola alguno.
—La está mandando
un ánima —dijo el Inglés.
—Un muerto, amigo
—dijo entonces el Corralero. El rostro era como de borracho. Entró, y
en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió unos pasos marcados
—alto, sin ver— y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de los
que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de
almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba
una herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un
lengue punzó que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la
primera cura, una de las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El
hombre no estaba para esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con
los brazos colgando. Todos estaban preguntándose con la cara y ella
consiguió hablar. Dijo que luego de salir con el Corralero, se jueron a
un campito, y que en eso cae un desconocido y lo llama como desesperado a
pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura que no sabe quién es y
que no es Rosendo. ¿Ouién le iba a creer?
El hombre a
nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al
que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la
Julia había estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta redonda y
volvío a mi mano, antes que falleciera. “Tápenme la cara”, dijo
despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a
consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso
encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del
chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se
animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de
los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería
hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
—Para morir no se
precisa más que estar vivo —dijo una del montón, y otra, pensativa
también:
—Tanta soberbia
el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los
norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la
repitieron juerte después.
—Lo mató la
mujer.
Uno le grito en la
cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me olvidé que tenía que
prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado, casi pelo el
fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije como con
sorna:
—Fijensén en las
manos de esa mujer. ¿Que pulso ni que corazón va a tener para clavar una
puñalada?
Añadí, medio
desganado de guapo:
—¿Quién iba a
soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su barrio, juera a
concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente muerto como
éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para distrairnos
y queda para la escupida después?
El cuero no le
pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo
en la soledá un ruido de jinetes. Era la policía. Quien más, quien
menos, todos tendrían su razón para no buscar ese trato, porque
determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo. Recordarán
ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el puñal.
Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de
cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno
le hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que
así se le animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló
otro más hombre. Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó.
Para que no sobrenadara, no se si le arrancaron las vísceras, porque
preferí no mirar. El de bigote gris no me quitaba los ojos. La Lujanera
aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su
vistazo los de la ley, el baile estaba medio animado. El ciego del violín
le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se oyen. Ajuera estaba
queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada estaban como
sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan temprano.
Yo me fui tranquilo
a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras. Ardía en la ventana una
lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure a llegar, cuando
me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso
que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco izquierdo, y le
pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y no quedaba
ni un rastrito de sangre.
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